El arquitecto Antonio Miranda, desde el Colectivo ARKRIT, nos invita a reflexionar en su artículo contra el subjetivismo romántico en la crítica, presentando un sencillo ejemplo en defensa de la crítica objetiva del objeto, la que nos habla mucho más honesta y sinceramente que el propio autor de dicha obra. Pone a prueba esta afirmación al comparar dos famosos edificios de la Plaza España en Madrid: el Edificio España y la Torre Madrid.
Con cien años de distancia, W. Benjamín y K. Marx vienen a coincidir cuando señalan: No debiéramos escuchar a ningún autor cuando opina sobre su propia obra. Ambos maestros nos advierten porque semejante lírica narcisista “de autor” además de inútil suele ser ilusa y falsaria propaganda. Por ello en parte la corrupción de la seudocrítica postmoderna. Aunque nuestro santo patrón -Karel Teige- escucha a Le Corbusier, es capaz de distinguir objetivamente los altos valores arquitectónicos del Corbusier científico –maquina de habitar– de su posterior decadencia formalista convertido en artista de la burguesía…”El juego da los volúmenes bajo la luz, etc.”
Contra el subjetivismo romántico en la crítica, ahora presentaremos un sencillo ejemplo en defensa de la crítica objetiva del objeto. Esa crítica se llama también poética porque es capaz de estudiar la propia calidad arquitectónica de una arquitectura en sí misma. Allí, los comentarios subjetivos de Autor y Proceso aunque a veces sean interesantes, nunca son importantes. Además, muchas veces -en los casos más necios- autores y métodos se enfangan en el discurso subjetivo, lírico y chismoso de la forma previa, de la forma artística, inspirada, lubrica y pasional. Más allá, en el límite de la cursilería (sobremesa en T.V.) el proceso arquitectónico puede alcanzar lo sublime de la emoción: “¡Nos basta con que el genio creador proyecte con el corazón!”
Frente a todo ese supurado ideológico, K. Marx se refiere al dolor humano y al horror inhumano que vive escondido –como fantasmal valor de cambio– dentro de los objetos de mercado. Escribe Marx: ¡Ay, si las mercancías hablasen! En relación con ello, el crítico auténtico y fiable no es tanto aquel que glosa el inspirado proceso autoral como el que da la palabra directamente a las mercancías para que sean ellas las que cuenten su despiadada historia. A través del crítico veraz esos objetos -que constituyen la materia de la ciudad- nos hablan mucho más honesta y sinceramente que el propio autor. Entonces, el crítico inorgánico -o libre- alcanza su más noble estatura en tanto que lugarteniente de la sociedad.Veamos si es cierto.
En la Plaza España de Madrid -a un solo tiro de piedra el uno del otro- se levantan dos edificios del mismo autor. Con relación al “genus” o calidad arquitectónica de la arquitectura, podemos asegurar que esa pareja se rompe y desaparece: Uno de los edificios se encuentra entre los mejores y el otro entre los peores ejemplares de toda la península. Esta verdad –quizá por ser tan obvia- parece haber sido cuidadosamente ocultada por parte de los estudiosos, arquitectos, académicos, críticos e historiadores que han tratado la arquitectura madrileña. Una posible explicación es sencilla: la confusión es el más eficaz instrumento de la ideología dominante o ignorancia programada desde la clase dominante. El Gran Poder Financiero estimula la falsedad porque necesita ocultar sus crímenes ante las víctimas del sistema de dominio.
El Edificio España se construyó en los primeros años 50 del siglo XX. La Torre de Madrid se construyó en los últimos años de esa misma década. Julián Otamendi, el más joven de todos los hermanos, firmó ambos Proyectos. Don Joaquín, el hermano mayor, pertenecía a una generación anterior y premoderna: había trabajado con el modernista, florido y palaciego Antonio Palacios en el Palacio de Comunicaciones, hoy Ayuntamiento de Madrid. Don Joaquín también colaboró con Julián en el lamentable y también modernista –o antimoderno- Edificio España. La influencia neobarroca de Don Joaquín en el Proyecto parece indudable: así lo demuestra toda la ociosa, humillante y delictiva ornamentación escenográfica en cuyo muestrario de variedades no faltan golas, cornisas, marcos, alfices, balaustres, pilastras, peanas, frontones, chapiteles, estrías, capiteles… y repugnantes pináculos gotizantes. Todo ello dentro de una rudimentaria geometría de cuartel: una simetría antropomórfica para un repulsivo fachadismo al zafio gusto de cualquier sátrapa oriental: la frontalidad grandilocuente esteriliza cualquier intento de autenticidad. Como detalle siniestro baste el torpe parteluz central y vertical que infecta todas las necias ventanas -cuadradas- del monstruo. Estamos ante un mefítico monumentalismo rancio y enmohecido, del peor gusto dentro del peor estilo: una amalgama de variedades: un “potaje de lenguajes”.
La Torre de Madrid –aunque no llega a ser plenamente moderna o de estructura metálica- se mantiene lejos de cualquier Modernismo o Déco. Así, constituyó en su momento y constituye hoy mismo una digna y valiosa obra, propia de la mejor vanguardia hormigonera. Fue un artefacto que -a pesar de su necesaria eminencia falocrática- vino a “civilizar” un país subdesarrollado y devastado en sus valores éticos, estéticos y epistémicos (o científicos) a causa del fascismo imperante. La mole de la Torre fue sabiamente aligerada con baquetas parastáticas y balcones, sin abandonar por ello cierta modernidad limpia, noble e ilustrada. La estatura por sí sola, no produce monumento ni para bien ni para mal, pero la Torre de Madrid consiguió –felizmente o sin Don Joaquín- una monumentalidad alejada del fácil y venal monumentalismo vecino. La obra -aún con todo el enorme retraso propio de un país carente de Renacimiento, de Reforma y de Revolución– alcanzó y alcanza una suficiente calidad arquitectónica a la altura de la modernidad de su momento en nuestro entorno europeo.
Por el contrario, el déco-modernista Edificio España manifiesta con su presencia mesetaria y piramidal su pertenencia a la fase más grosera, grasienta y falangista del franquismo. Aun así, por entonces, el país entró en un aparente deshielo de transición a la modernidad dentro del Régimen. Poco más tarde, la Torre de Madrid será testimonio de la recién estrenada fase tecnocrática y “modernizadora” del mismo nacional catolicismo fascista que hasta entonces -como dice Gregorio Moran- había sido la negación pura y simple de la modernidad. Aquella epidemia reaccionaria -aunque endogámica en los cerebros y definitivamente consolidada hasta hoy- ha ido perdiendo buena parte de su virulencia homicida aunque no su capacidad cretinizadora. Veámoslo.
Ahora llegamos al fiasco crítico perpetrado con arrogancia ignorante a la vista de todos y ya en el siglo XXI. El Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid suele marcar y distinguir la calidad arquitectónica con una señorial y conmemorativa placa de bronce. En nuestro caso, tal vez la incauta Sede Corporativa ha sido urgida e instada por algún professeur aquejado de ceguera crítica. Ese pobre ciego debe haber sido algún oscuro y lenguaraz maestro confusionista, cuya vocación quizá sea la de cronista municipal de la Villa.
En efecto, la gloriosa, nobiliaria y honorífica distinción ha recaído y hoy luce ostentosa, lustrosa y heráldica en la fachada de uno de los dos famosos edificios de la Plaza España.
¿Adivinan ustedes en cuál de ellos?
Este artículo fue originalmente publicado como 'FALSOS CRITICISMOS + UN ACERTIJO' el 17 septiembre del 2015 en el blog de ARKRIT, Grupo de Investigación perteneciente al Departamento de Proyectos Arquitectónicos de la ETSAM de Madrid que se dedica al desarrollo de la crítica arquitectónica entendida como fundamento metodológico del proyecto. Lee más de sus artículos aquí.